Candeira

Decía Pierre Reverdy, en un verso muy de mi agrado, que “ya no se puede volver a dormir cuando se han abierto los ojos”. Para mí Ángel Zapata es y será siempre un catalizador hacia la verdad, la utopía y la brecha que hay –que debe haber- en toda proposición artística y en toda mirada hacia lo real. Si te fijas, en este libro muchos personajes reciben un legado, puede que simbólico o no: conocimiento, dolor, una noción de lo real en apariencia oculta y por la que (supongo que eso es vivir) no volverán a ser los mismos.

Hay además mucha literatura escrita sobre el acto del aprendizaje y la transformación, sea cual sea esa “apropiación o conocimiento de una nueva realidad virtual que transforma la mirada sobre la anterior”, a decir más o menos de Constantino Bértolo en La cena de los notables (Periférica). No venimos a este mundo por nosotros mismos, sino por la mano de otros. Y, generalmente, tampoco nuestro acceso a la literatura (en este caso, la escritura) es autónomo. Hay deudas. Muchas.

Me gustaría apropiarme unos segundos de lo leído en algún cuento sufí o zen, ya que me puedo poner un poco estupendo sin rendir cuentas. Para mí Ángel sería ese tipo de aire sereno, descreído de toda convención oficial, con el que uno se encuentra a pie de una cascada inmensa y te dice: “Vamos, golpea la cascada”. En fin: claro que uno puede empezar a preguntar a voz en grito: ¿Por qué quieres que haga esto? ¿Para qué? ¿Cómo? Y ese señor grave vuelve a conminar: “Golpea la cascada”. Más tarde él se aleja, como debe hacer todo mentor.

Tú te quedas solo, abandonas cualquier lugar seguro (pienso en el poema de Bretón) e intentas, cada vez de forma más intensa, apresar el agua a tu manera. Aún sigues escuchando el rumor de la espuma y la voz, ya lejana: “Exacto. Golpea la cascada”. Al cabo del tiempo, por ti mismo, solo, completamente solo, ves en qué consiste efectivamente golpear la cascada. Lo cierto es que los maestros le proveen a uno de cierto conocimiento y lucidez antes desconocidos, pero al mismo tiempo también le arrojan mágicamente a una sensación de desamparo que, me temo, nunca se irá.

A Ángel lo conozco hace años. Siento una tremenda admiración por sus textos y, en particular, porque posee un discurso de probada solvencia intelectual sobre la literatura y el relato como acto de escritura y de vida. Para mí es un amigo y un mentor que, por azares y conspiraciones (sin leyenda), es decir, que tienen algo de inexplicables, ha estado conmigo desde que este libro empezó a gestarse.

Digo mentor en el mejor sentido de la palabra, al que uno respeta pero con el que, pasado cierto tiempo, también encuentra puntos desde los que se quiere distanciar. Por lo demás, él responde muy bien a la idea que tengo de lo que debería ser una auténtica ética de la escritura. La persona capaz de inocular en la vida de cualquiera que desee acercarse (yo lo hice) conceptos como deseo, utopía, política, miedo. Eso es un señor Miyagui (Spock, preferiría él) y lo demás son tonterías

La voz de estos relatos está llena de surrealismo, de ironía y humor. Los narradores van llevando al lector a través de imágenes hermosas e infinidad de metáforas por una serie de situaciones que podrían ocurrir aquí y ahora, pero que aparecen sin rasgos costumbristas, sin referencias espaciotemporales a las que nos podamos aferrar.