Conozco

En general suelo tirar de los espacios que genera el lenguaje o la atmósfera. Normalmente son autónomos. Tiendo a la universalidad, porque prefiero la densidad simbólica y el significado que de ella derive. De momento, aunque quién dice que no llegará, no he necesitado narrar una historia que ocurra en el aeropuerto de Barajas, un personaje se tome un whopper, lleve unas converse o le guste escuchar a Radiohead.

Conste que respeto a quien quiera lidiar con ese imaginario, tan gustoso del lenguaje de la publicidad o la referencia posmoderna. Ya que es un tema esencialmente contemporáneo, alguien tiene que narrar sobre ello y cuestionarlo, imagino. Yo pongo un ejemplo inventado de lo que no me interesa: “Se fumó un Camel y se ató los cordones de sus Nike. Después fue a la tienda a comprar petazetas, y cuando regresó a su casa se masturbó pensando en Barbarella II. La versión de 1970, claro”.

Se entiende por qué, en general, este tipo de escritura hace que me entren ganas de quemarme a lo bonzo? A veces lamento que no me interesen demasiado esos temas tan de moda como el consumo, los mass media, la literatura del fragmento y esa larga lista de coordenadas que abandera la nueva literatura española. En general (insisto, en general), suelen parecerme una impostura irritante. “Tu libro no tiene conciencia de clase”, le oí decir a un colega. Bueno, es muy posible. Seré un sin generación, o qué sé yo. Tampoco es demasiado importante para que siga escribiendo.

Pretendes que los lectores piensen, eso se nota página a página, no nos regalas nada, no presupones que somos unos bobos a los que hay que darles masticada la historia para que podamos entender lo que quieres decir, sino que cuentas tus historias llenas de enigmas y nos dejas solos frente a ellas. No es ésa una condición indispensable? Para mí, la literatura no es un acto de servicio público, como parece que se estila ahora. Se educa a muchos lectores en la idea de que el autor debe desaparecer y hacer de su obra un cajón de sastre donde el sentido esté explicado en su totalidad, se incluya el entretenimiento a velocidad de crucero, la prosa funcional y sin aristas, el clímax, la concatenación de giro.

Yo no creo mucho en eso a la hora de escribir, más allá de lo que me puedan brindar esas técnicas para construir al modo clásico, o a la hora de subvertirlo. Separar vida y discurso en la ficción, renunciar a la posibilidad de ser incómodo, transparentarse en los textos o dejar en ellos zonas de sombra (fantasmáticas, como diría Zizeck), me parece convertir la escritura en algo desagradable y escamotearle el valor que le es imprescindible. Además está a la orden del día. Nunca he creído que ésta deba ser un objeto de recreo que nos provea de consuelo y significado (tangible, mensurable) o un desayuno amable, (con rosas y perfume) para el lector.

La literatura tiene que ponernos en un aprieto, no entretenernos. Más que entretener, una palabra que delimita la falta de trabajo e intercambio, un texto debería apasionarnos, lanzarnos al buceo, pelearse con nosotros por su imposibilidad de comprensión en una sola lectura o por haber roto nuestras perspectivas. Puede que sea ese mismo concepto de “entretenimiento”, pero expresado al modo de pacto generoso. Tengo para mí que las historias que más he disfrutado como lector (incluidas las narraciones más clásicas y puras) me han exigido un trabajo, y en ellas he encontrado algo atávico, imposible de clasificar, fuera incluso de las pretensiones iniciales del escritor, sin código.

Estas historias no me entretienen, sino que me apasionan o me incomodan. No están cerradas, sino abiertas a la relectura. No divierten, sino que me empujan a la extrañeza y la carcajada. No dicen, sino que elevan un malestar, una protesta, generan un mundo alternativo, denso, roto.