Siempre he sentido debilidad por los autores norteamericanos en general y los sureños muy en particular. De un territorio con tantas heridas abiertas, que ha saboreado la derrota tan de cerca y aún trata de levantarse, tenían que surgir a la fuerza autores con una visión terrible de la vida y del ser humano. Entre mis favoritos están Faulkner, Twain, Capote, Tennessee Williams, aunque sobre todo, destacaría a cuatro mujeres: Zora Neale Hurston, Carson McCullers, Flannery O’Connor y Harper Lee, con su única y maravillosa novela Matar a un ruiseñor.
Pero hoy sólo quiero hablar de Flannery, la chica de clase acomodada, nacida en Georgia (como Scarlett O’Hara), la chica enfermiza que murió joven y escribía sobre la maldad del alma humana, la chica que criaba pavos reales. Dicen de ella que cultivaba el llamado “gótico sureño”, que seguía los pasos estilísticos y temáticos de Faulker, pero yo creo que era mucho más que todo eso. Los escenarios despoblados del sur, los personajes grotescos, el tema racial, la religiosidad extrema, la maldad, la ironía que imprimía en el desenlace de sus historias, la amargura y la mirada tan particular hacen de ella una escritora única. En mi opinión, la más destacada del siglo XX norteamericano. El horror en los relatos de esta autora surge de mirarse a uno mismo en profundidad y también de mirar a los otros, a quienes nunca llegamos a comprender. El ser humano no es perfecto, y así aparece reflejado en estos relatos. El ser humano es malo, está enfermo o es débil. Algo le falta, algo que lo condena a una existencia coja y arrastra en esa cojera vital a sí mismo y a los demás.
Los personajes de Flannery se agarran, pequeños como son, a los últimos vestigios de pretendida superioridad con la fiereza con la que los imperios caídos se agarran a su último territorio o las familias venidas a menos tratan de no vender la casa solariega con escudo. Son personajes que quieren no saberse tan pequeños, que quieren tener constancia de que pueden mirar a alguien por encima del hombro, tal y como le ocurre al viejo Dudley, el protagonista de El geranio, el relato que abre este libro. Llega a una ciudad norteña para vivir con su hija, pero la ciudad es un caos que lo descoloca y le muestra un mundo que rompe con el orden que él conocía y consideraba “decente”. “No t’han educao para vivir apretujada con estos negros del norte que se creen que valen lo mismo que tú”, le dice a su hija.
Son muchos los relatos que querría destacar: El tren, La buena gente del campo, Un hombre bueno es difícil de encontrar… Relatos donde la humillación, la maldad, la sensación de pérdida y la angustia son tan poderosos que se nos instalan en el cuerpo casi como si nosotros mismos fuésemos personajes de esos relatos.