Sobrevalorado

De un tiempo a esta parte, parece haberse puesto de moda menospreciar la obra de Kafka. La primera vez que me percaté de ello fue a raíz de una iniciativa de Juan Carlos Márquez en su blog: pedía a sus lectores que le dijésemos cuál era nuestro inicio de relato o novela favorito. Yo elegí el de La metamorfosis y otro comentarista dijo taxativamente que Kafka estaba muy sobrevalorado. Un tiempo después, en aviondepapel.tv, aparecía un video en el que Eduardo Mendoza aseguraba algo de este calibre: “Kafka era un mal escritor y él lo sabía”, o.

No tenía sentido de la narración”, porque una novela se puede finalizar diciendo que alguien se ha transformado en un insecto, pero no se puede comenzar así, pues el lector no estaría interesado en seguir leyendo algo que ya sabe cómo termina. Esto es, para el señor Mendoza el hecho parece ser lo único que cuenta en una narración, cómo asume ese hecho el personaje y quienes le rodean carece de importancia, el desarrollo psicológico de esos personajes es un mero atrezzo y la dimensión del propio hecho, calderilla.

Llevo ocho años estudiando a Kafka. Con esto no quiero decir que sepa mucho de él. No sé ni mucho ni poco. Sé lo que sé, pero tengo el suficiente amor y respeto por su obra como para cabrearme cuando se ningunea de un modo tan superficial y sin fundamente una obra de semejantes características. Lo primero que me gustaría decir de Kafka es que creo que estaba obsesionado con la dimensión más denotativa del lenguaje (lo cual no quiere decir que “el todo”, “el conjunto”, de cada una de sus obras no tenga también una dimensión metafórica).

He creído descubrir muchas veces en sus relatos (que me fascinan) y también en sus novelas una cierta amargura ante el convencimiento de que el lenguaje no sirve para expresar nada. En ocasiones (el Kafka más optimista, el que muestra un cierto humor irónico), esa afirmación se transforma en una duda: ¿sirven las palabras para designar lo que supuestamente designan? Esto queda muy claro en El castillo. Recibe ese nombre un grupo de edificaciones que más bien parecen un pueblo, de modo que K reflexiona sobre esto y dice (cito de memoria) que de no saber que se le denomina “castillo”, él lo hubiese llamado de cualquier otra manera, por ejemplo, “aldea”.

Ahí está la eterna pregunta de Kafka con respecto al lenguaje: las palabras con las que designamos los objetos, los sentimientos, a las personas, ¿dicen algo de eso que nombran? Estaba tan obsesionado con la dimensión del lenguaje en estado puro y su poder para generar emociones e imágenes que la inmensa mayoría de sus cartas a mujeres, especialmente las dirigidas a Milena Jesenská y a Felice Bauer, son auténticos experimentos sobre la capacidad del lenguaje para conmover, para despertar sentimientos en quien lee esas cartas.